Los desempleados de Helen Keller

Los desempleados Seidler Magazine Forte Fortuyn, 1911. Hace algún tiempo recibí una carta descorazonadora de un obrero de una fábrica de lana. Cito una parte de esta:

“Yo trabajaba en el comercio del estambre en Inglaterra antes de venir a este país. Había trabajado durante diez años, por lo que había aprendido mucho sobre lana, madejas y Borrás. Vine a este país con la esperanza de ascender en el escalafón industrial. Tenía buena audición. De otra manera no hubiera podido pasar el control de inmigración. Conseguí trabajo rápido en el último peldaño del escalafón. Mantuve los ojos bien abiertos y aprendí todo lo que pude y con el tiempo me trasladaron a la sala de peinado para que aprendiese el oficio.

En ese tiempo mi audición había ido empeorando. Todo el personal del departamento eran polacos o italianos, de manera que su pobre dominio del inglés y mi audición deficiente hicieron que todo fuera mucho más complicado para mí. He estado trabajando en horario reducido desde hace más de un año y desde comienzos de año he estado ganando 6,71 dólares a la semana. Debo alimentar, vestir y dar cobijo a seis personas, además del carbón que tengo que comprar, pero conseguirlo en estas condiciones es el problema con el que me enfrento hoy en día. Haría cualquier trabajo que me proporcionará un salario estable. He pensado en salir de este atolladero, pero mientras tanto tengo que vivir y mantener a mi familia y eso no lo puedo hacer en las actuales circunstancias.”

Este trabajador es sordo, pero su posición es similar a la de muchos invidentes. Estamos acostumbrados a pensar que los sordos y ciegos en paro son víctimas de sus enfermedades. Es decir, damos por supuesto que sí de forma milagrosa recuperasen la vista y el oído entonces encontrarían trabajo. El problema de las malas condiciones laborales del trabajador es demasiado profundo como para discutirlo aquí, pero me gustaría hacer saber a los lectores de este artículo que la situación de desempleo de los ciegos es sólo una parte de un problema mucho mayor. Se estima que exista un millón de obreros sin trabajo en Estados Unidos. Esta inactividad no es debida a defectos físicos, a la falta de capacidad o inteligencia, a la mala salud o a los vicios. Se debe al hecho de que nuestro actual sistema de producción necesita un gran número de hombres ociosos.

El mundo empresarial en el que vivimos no puede dar a cada hombre la oportunidad de que desarrolle sus capacidades o si quiera asegurarle una ocupación de forma continua, como un trabajador no cualificado. Los medios para la creación de empleo, la tierra y las fábricas, es decir, los pilares del trabajo están en manos de una minoría y estos se preocupan más por incrementar sus propios beneficios que por dar a todos los hombres una ocupación en la que puedan ser productivos. De ahí que haya más hombres que puestos de trabajo.

Este es el primer y principal mal del llamado sistema de producción capitalista. El obrero sólo puede ofrecer su trabajo. Debe luchar, rivalizar con sus compañeros para poder vender su mano de obra. Naturalmente, el obrero más débil es desechado, aunque eso no quiere decir que esté totalmente incapacitado para la actividad industrial. Solo que tiene menos capacidad que sus competidores. Sin embargo, en la mayoría de los casos no existe una relación entre desempleo y capacidades. Si una fábrica cierra todos los operarios, tanto el más competente como el menos, se queda sin trabajo.

En febrero, los propietarios de las fábricas de algodón de Massachusetts acordaron reducir su actividad a cuatro días a la semana. La culpa de esta reducción de trabajo no fue ni de los empleados ni de los empresarios. Fue ocasionada por la situación del mercado. Así es como ha ido aumentando en esta tierra de abundancia el número de hombres prescindibles. Tienen cerradas las puertas del trabajo durante todo el año o parte de él, nada menos que seis millones de hombres, mujeres y niños se encuentran en un estado permanente de necesidad debido al desempleo total o parcial.

Y en un pequeño rincón de esta vasta desgracia social encontramos al colectivo de ciegos en desempleo, pero su falta de visión no es la causa principal de su inactividad. Es un agravante que los relega al enorme ejército de los desocupados por obligación. ¿Se puede subvencionar el trabajo de los ciegos? Se podrían construir instituciones y fábricas especiales para ellos y pedir ayuda a los empresarios adinerados, pero los ciegos no podrán ser miembros independientes y autosuficientes de esta sociedad, no podrán hacer todo lo que su capacidad les permita hasta que todos sus compañeros videntes tengan la oportunidad de trabajar haciendo pleno uso de sus capacidades.

Ahora sabemos que el bienestar de todo el pueblo es esencial para el bienestar del individuo. Sabemos que los ciegos no pueden ser productivos no sólo por su condición de ciegos. Su ociosidad es causada fundamentalmente por las circunstancias que afectan a todos los trabajadores y que privan a cientos de miles de hombres buenos de su medio de vida. Recomendaría que todos los que estén interesados en el problema económico del colectivo ciego estudiasen el problema económico del resto de la sociedad.

Podríamos comenzar con libros como Poverty, de Robert Hunter o Twentieth Century Socialist de Edmund Kelly. Leamos estos libros no para teorizar como en ocasiones se le llama de forma despectiva, sino para conocer los hechos sobre las condiciones de trabajo en Estados Unidos. El señor Kelly era profesor de Economía Política y también daba conferencias sobre el gobierno local en la Universidad de Columbia. El señor Hunter ha pasado muchos años estudiando al trabajador estadounidense en su casa y en el taller. Los hechos que nos presentan demuestran que no es la ceguera física, sino la ceguera social la que nos arrebata el derecho a trabajar.

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